MARCO OUSÍAS





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CUANDO DIOS CREÓ EL MUNDO... EL MUNDO DE LOS CONCEPTOS YA EXISTÍA

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LAS FIESTAS DE LUNA LLENA


Cierto día, después de haber atendido un sinnúmero de personas que conociendo de su sabiduría como médico le frecuentaban en busca de remedio para su dolencias, estando Catto pescando en su barco mientras el cálido sol seguía su ruta hacia el Poniente, escuchó las voces de alguien que lo llamaba desde el embarcadero, en seguida reconoció la voz de Lao quien pronto subió al velero y se acercó a él diciéndole:
— Mi amigo Catto, se aproximan las fiestas de Luna llena que vosotros los griegos también celebran en honor de el dios Dionisio unos, y en honor de la diosa Artemisa otros… dentro de tres días vendré con lo prometido.
—Aquí te esperaré, yo tendré las provisiones de vino y comida para todos, replicó Catto.
Luego de algunas consultas sobre la condición de Lao, éste saltó rápidamente del barco y desapareció por las calles del puerto canturreando, una vieja copla fenicia que decía: “La venida de El Libre está cerca...”
Al inicio de las fiestas, toda la ciudad rebosaba de alegría y esplendor, la liberalidad y el desenfreno se apoderaron de cada castillo, casa, calle, callejuela o rincón de la metrópoli. En los barcos los marinos libaban en honor de los dioses que les proporcionarían abundancia en los tiempos primaverales que se acercaban. Nadie reparaba de lo que hacía su vecino, así fue que ese día al anochecer Lao apareció en el barco de Catto con cuatro bellas mujeres dando inicio a su propio festejo.
Al amanecer después de una noche de delirio báquico donde el dios Eros también hizo todo lo que a él le compete, partió Lao con las bellas damas hacia el castillo de su amo, disfrazado de mujer como ellas, recorrieron las calles de Sidón entre borrachos trasnochados, entrando en su coche a las cuadras del castillo sin que nadie lo percibiera.
Lao había convencido a Catto de que en la próxima noche de fiestas fuera él quien visitara el castillo aprovechando la libertad de acción que proporcionaban aquellos acontecimientos. Ese día Catto se preparó con esmero y al anochecer partió hacia el sitio convenido siempre provisto con su inseparable alforja de pociones y útiles médicos por si algún percance le acontecía en aquel lance.
En el castillo todo era júbilo y regocijo, las mujeres danzaban y cantaban al ritmo de la música de flauta; los eunucos bebían y comían a su antojo sin preocuparse en vigilar a las damas del patrón y los mismos dueños de la casa se despreocupaban de todo y vivían a toda intensidad aquellas fiestas de plenilunio. Catto y Lao se introdujeron con las cuatro mujeres de la noche anterior en uno de los sitios más escondidos y se entregaron con ellas a los placeres que proporciona Eros y el dios del vino. El día siguiente las cosas sucedieron mejor y con aquella desaprensión que a todos contagiaba se dirigieron a un arroyo rodeado por un pequeño bosque de cedros siempre dentro los linderos del castillo, ahora acompañados con dos doncellas más que se agregaron al grupo cegadas por la fiebre de Afrodita que producía aquella locura de primavera.
Cuando la luna comenzó a menguar los sacerdotes dieron cuenta al rey y éste dio orden para que el festín terminara, acto seguido, un edecán hizo sonar un gran cuerno mandando a su gente el fin del jolgorio. Todo Sidón paró de bailar y cantar e inició sus actividades de siempre, no obstante, Catto y Lao con su grupo de mujeres no se percataron de nada y continuaron solazándose en aquel pequeño paraíso.
Los guardianes del castillo que ya habían tomado sus puestos pronto fueron alertados de la desaparición de Lao y las seis mujeres, inmediatamente fueron en su búsqueda, encontrándolos a él desnudo encima de una de las doncellas y a Catto con otra, de la misma forma, bajo un frondoso árbol, mientras las demás bañaban y jugueteaban sin un palmo de ropa sobre sus hermosos cuerpos, cada una con su copa de vino en la mano. Al ser sorprendidos, al fenicio y el griego sólo les dio tiempo de medio vestirse porque en un momento fueron apresados y llevados a donde el señor Simón, dueño del castillo.
Al ser reportado de lo acontecido Simón entró en cólera y mandó a encerrar a ambos en uno de sus calabozos, ordenando darles muerte por ahorcamiento en el amanecer del día siguiente.
Mientras Lao se sumía en una tristeza profunda en un rincón de su celda, Catto, más viejo y por lo tanto acostumbrado a aquel tipo de trances, le oraba de rodillas a su dios Asclepio pidiéndole perdón por los desafueros que recién había cometido por influencia de Dionisio; El Libre. Ya entrada la noche ambos escucharon gritos de mujeres pidiendo auxilio, luego las luces del castillo se encendieron y oyeron el correr de gentes por todo el predio, en seguida distinguieron la voz quejosa de un eunuco que decía a Simón:
— Su señora está por dar a luz y las parteras no pueden ayudarle.
Simón fue en el acto a los aposentos femeniles, vio a su esposa principal retorciéndose del dolor, mientras las parteras presas del pánico no atinaban en nada, sólo se remitían a balbucear que ese parto era muy difícil para ellas, de inmediato Simón, recordando que uno de sus prisioneros era médico, acompañado de varios guardias bajó al calabozo de los condenados y ordenando al carcelero que abriera la puerta, se dirigió a Catto diciéndole:
— Asclepíade, auxilia a mi esposa, que está por parir y te perdonaré la vida.
Éste, levantándose al instante le contestó —Lo haré, si también perdonas la vida de Lao, quien sabrá ayudarme en el parto.
— Está bien—, contestó Simón, — pero sube rápido.
Al llegar al sitio de la enferma Catto la examinó y de inmediato se dio cuenta de la seriedad del caso, volviéndose a Simón le explicó:
— Señor, parirá gemelos… el primero está atravesado, debo operar ahora mismo, consíganme la alforja que me decomisaron los guardias y un jarrón de agua hirviendo.
En seguida todas las solicitudes del asclepíade fueron cumplidas. Éste, auxiliado por Lao, aplicó primero un fuerte sedante a la señora, luego con una sustancia que contenía un pequeño tarro que llevaba en su alforja se purificó las manos, después calentó sus extraños instrumentos quirúrgicos en agua hirviendo y dio inicio a la operación de apertura de vientre. Simón ordenó a las parteras que salieran del aposento mientras Catto realizaba su trabajo. Sólo Lao con una de las matronas más expertas se quedaron asistiéndole.
Al cabo de un rato que para todos, especialmente a Simón, fue interminable, se oyó el llanto del primer bebe, en seguida se escuchó el llanto del segundo y después de otro tanto en el cual Catto se encargó de cerrar la herida, la mujer ayudanta abrió la puerta y con una gran sonrisa en los labios dijo:
— Nacieron una niña y un varón, los tres están sanos, ¡bendito sea el dios Eshmoun y aquellos que lo siguen!
No había aparecido la aurora cuando Simón ya se paseaba por los pasillos de su castillo dando órdenes a su vasallos, inmensa era su alegría por el feliz advenimiento de aquellos niños nacidos en los albores de la primavera, pronto mandó a llamar a su mesa a los dos indultados a quienes ya había acomodado en las alcobas para huéspedes especiales proporcionándoles ropa adecuada, además, de aceite y perfumes para sus afeites.
Al encontrarse con Simón, Catto habló con él respecto al cuidado de los bebes y su madre, en seguida, les explicó a las mujeres que los cuidaban; del esmero en la limpieza de la herida de la señora y los ombligos de los niños, de la dieta, del abrigo de los dañinos vientos y otros detalles.
Después de comer Simón llamó aparte a Catto, que con el ceño fruncido le habló así:
— No se que hiciste cuando castraste a ese bribón de Lao, mas los rumores de ser un falso eunuco se esparcen por todo el castillo y sus alrededores, además algunos de mis edecanes y familiares lo odian a muerte, yo debo cumplir con mi palabra pero ustedes deben huir de Sidón lo más rápido que puedan. Váyanse a Tiro donde el rey es un sabio coadjutor de los hijos de Asclepio.
Catto le pidió a Simón un día más para preparar los remedios que completarían la curación de los recién nacidos y su madre, asimismo, fabricar un elixir de fórmula secreta que ayudaría a la señora recuperar la sangre perdida en su complicado parto.
Obscurecía aún cuando el griego y el fenicio fueron escoltados por Simón y sus guardias más leales al embarcadero de Catto, sus fieles sirvientes mudos ya le esperaban con su barco listo para partir, Lao consiguió observar que dos hombres montados en briosos corceles los seguían y atisbaban con sospechosas intenciones en el trayecto del castillo al ancladero.
Al llegar Simón se despidió y regaló a Catto un pequeño bolso con monedas de oro como agradecimiento por sus servicios. Al cabo de unos instantes se izaron las velas y el barco rompió raudamente las aguas del mar porque el viento les era favorable. Lao parado en la popa, con su rostro que reflejaba a la vez melancolía y regocijo, dio un último adiós a su país al que dejaba para siempre.

Marco Ousías

© 2007

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